Rimas
y Leyendas de Bécquer
Introducción sinfónica
Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados
y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en
silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en
la escena del mundo.
Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y
parecida a esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi
musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de
creaciones sin número, a las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan
de vida serían suficientes a dar forma.
Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y
barajados en indescriptible confusión, los siento a veces agitarse y vivir con
una vida oscura y extraña, semejante a la de esas miríadas de gérmenes que
hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la
tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y
convertirse al beso del sol en flores y frutos.
Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de
ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que a la
mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se
subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque
silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las
tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la
forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y
perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes,
después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen
inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que
levantó el remolino!
I
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de este himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.
Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.
Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarle, y apenas ¡oh hermosa!
si teniendo en mis manos las tuyas
pudiera, al oído, cantártelo a solas.
II
Saeta que
voladora
cruza arrojada al azar,
y que no sabe dónde
temblando se clavará;
hoja que
del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde al polvo volverá;
gigante ola
que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa, y se ignora
qué playa buscando va;
luz que en
cercos temblorosos
brilla próxima a expirar
y que no se sabe de ellos
cuál el último será;
eso soy yo
que al acaso
cruzo el mundo sin pensar
de dónde vengo ni adónde
mis pasos me llevarán.
VII
Del
salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
¡Cuánta
nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay!,
pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!
LI
—Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
—No es a ti, no.
—Mi frente es pálida, mis trenzas de oro:
puedo brindarte dichas sin fin,
yo de
ternuras guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
—No, no es a
ti.
—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
—¡Oh ven, ven tú!
LII
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!
Llevadme por piedad a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
LIII
Volverán
las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, ...
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!
El
Rayo de Luna (fragmento)
VI
La
noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más
alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de
los árboles.
Manrique
llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las
macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto.
Salió
de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no
había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había
visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje
blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre,
corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al
llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato
inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va
creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión,
y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella
cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había
brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era
un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde
bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían
pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea
gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de
un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los
consuelos de sus servidores.
-
Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla- ¿por qué te consumes en la
soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda
hacerte feliz?
-
¡El amor!… El amor es un rayo de luna - murmuraba el joven.
-
¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos- os
vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de
ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-
¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna. - ¿Queréis que os diga una cantiga,
la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
-
¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial- no quiero
nada… es decir, sí quiero… quiero que me dejéis solo… Cantigas… mujeres…
glorias… felicidad… mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra
imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos,
¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique
estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario,
se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.
Textos de Galdós
Texto 1
En
el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de Aguas que de Cuatro
Caminos, vivía, no ha muchos años, un hidalgo de buena estampa y nombre
peregrino; no aposentado en casa solariega, pues por allí no las hubo nunca,
sino en plebeyo cuarto de alquiler, de los baratitos, con ruidoso vecindario de
taberna, merendero, cabrería, y estrecho patio interior de habitaciones
numeradas. […]
La
edad del buen hidalgo, según la cuenta que hacía cuando de esto se trataba, era
una cifra tan imposible de averiguar como la hora en un reloj descompuesto,
cuyas manecillas se obstinaran en no moverse. Se había plantado en los cuarenta
y nueve, como si el terror instintivo de los cincuenta le detuviese en aquel
temido lindero del medio siglo; pero ni Dios mismo con todo su poder le podía
quitar los cincuenta y siete, que no por bien conservados eran menos efectivos.
Vestía con toda la pulcritud y esmero que su corta hacienda le permitía,
siempre de chistera bien planchada, buena capa en invierno, en todo tiempo guantes
oscuros, elegante bastón en verano y trajes más propios de la edad verde que de
la madura. Fue don Lope Garrido, dicho sea para hacer boca, gran estratégico en
lides de amor, y se preciaba de haber asaltado más torres de virtud y rendido
más plazas de honestidad que pelos tenía en la cabeza. Ya gastado y para poco,
no podía desmentir la pícara afición, y siempre que tropezaba con mujeres
bonitas, o aunque no fueran bonitas, se ponía en facha, y sin mala intención
les dirigía miradas expresivas, que más tenían en verdad; de paternales que de
maliciosas, como si con ellas dijera: «¡De buena habéis escapado, pobrecitas!
Agradeced a Dios el no haber nacido veinte años antes. Precaveos contra los que
hoy sean lo que yo fui, aunque, si me apuran, me atreveré a decir que no hay en
estos tiempos quien me iguale. Ya no salen jóvenes, ni menos galanes, ni
hombres que sepan su obligación al lado de una buena moza».
[…]
Con
él vivían dos mujeres, criada la una, señorita en el nombre la otra,
confundiéndose ambas en la cocina y en los rudos menesteres de la casa, sin
distinción de jerarquías, con perfecto y fraternal compañerismo, determinado
más bien por humillación de la señora que por ínfulas de la criada. Llamábase esta
Saturna, alta y seca, de ojos negros, un poco hombruna, y por su viudez
reciente vestía de luto riguroso. Habiendo perdido a su marido, albañil que se
cayó del andamio en las obras del Banco, pudo colocar a su hijo en el Hospicio,
y se puso a servir, tocándole para estreno la casa de don Lope, que no era
ciertamente una provincia de los reinos de Jauja. La otra, que a ciertas horas
tomaríais por sirviente y a otras no, pues se sentaba a la mesa del señor, y le
tuteaba con familiar llaneza, era joven, bonitilla, esbelta, de una blancura
casi inverosímil de puro alabastrina; las mejillas sin color, los negros ojos
más notables por lo vivarachos y luminosos que por lo grandes; las cejas
increíbles, como indicadas en arco con la punta de finísimo pincel; pequeñuela
y roja la boquirrita, de labios un tanto gruesos, orondos, reventando de
sangre, cual si contuvieran toda la que en el rostro faltaba; los dientes
menudos, pedacitos de cuajado cristal; castaño el cabello y no muy copioso,
brillante como torzales de seda, y recogido con gracioso revoltijo en la coronilla.
Pero lo más característico en tan singular criatura era que parecía toda ella
un puro armiño y el espíritu de la pulcritud, pues ni aun rebajándose a las más
groseras faenas domésticas se manchaba. Sus manos, de una forma perfecta, ¡qué
manos!, tenían misteriosa virtud, como su cuerpo y ropa. Llevaba en toda su
persona la impresión de un aseo intrínseco, elemental, superior y anterior a
cualquier contacto de cosa desaseada o impura. De trapillo, zorro en mano, el
polvo y la basura la respetaban; y cuando se acicalaba y se ponía su bata
morada con rosetones blancos, el moño arribita, traspasado con horquillas de
dorada cabeza, resultaba una fiel imagen de dama japonesa de alto copete. ¿Pero
qué más, si toda ella parecía de papel, de ese papel plástico, caliente y vivo
en que aquellos inspirados orientales representan lo divino y lo humano, lo
cómico tirando a grave, y lo grave que hace reír? De papel nítido era su rostro
blanco mate, de papel su vestido, de papel sus finísimas, torneadas, incomparables
manos.
Falta
explicar el parentesco de Tristana, que por este nombre respondía la mozuela
bonita, con el gran don Lope, jefe y señor de aquel cotarro, al cual no será
justo dar el nombre de familia. En el vecindario, y entre las contadas personas
que allí recalaban de visita, o por fisgonear, versiones había para todos los
gustos. Por temporadas dominaban estas o las otras opiniones sobre punto tan
importante; en un lapso de dos o tres meses se creyó como el Evangelio que la
señorita era sobrina del señorón. Apuntó pronto, generalizándose con rapidez,
la tendencia a conceptuarla hija, y orejas hubo en la vecindad que la oyeron
decir papá, como las muñecas que hablan. Sopló un nuevo vientecillo
de opinión, y ya la tenéis legítima y auténtica señora de Garrido. Pasado algún
tiempo, ni rastros quedaban de estas vanas conjeturas, y Tristana, en opinión
del vulgo circunvecino, no era hija, ni sobrina, ni esposa, ni nada del gran
don Lope; no era nada y lo era todo, pues le pertenecía como una petaca, un
mueble o una prenda de ropa, sin que nadie se la pudiera disputar; ¡y ella
parecía tan resignada a ser petaca, y siempre petaca...!
Tristana
Texto 2
Creció
Bárbara en una atmósfera saturada de olor de sándalo, y las fragancias
orientales, juntamente con los vivos colores de la pañolería chinesca, dieron
acento poderoso a las impresiones de su niñez. Como se recuerda a las personas
más queridas de la familia, así vivieron y viven siempre con dulce memoria en
la mente de Barbarita los dos maniquís de tamaño natural vestidos de mandarín
que había en la tienda y en los cuales sus ojos aprendieron a ver. La primera
cosa que excitó la atención naciente de la niña, cuando estaba en brazos de su
niñera, fueron estos dos pasmarotes de semblante lelo y desabrido, y sus magníficos
trajes morados. También había por allí una persona a quien la niña miraba
mucho, y que la miraba a ella con ojos dulces y cuajados de candoroso chino.
Era el retrato de Ayún, de cuerpo entero y tamaño natural, dibujado y pintado
con dureza, pero con gran expresión. Mal conocido es en España el nombre de
este peregrino artista, aunque sus obras han estado y están a la vista de todo
el mundo, y nos son familiares como si fueran obra nuestra. Es el ingenio
bordador de los pañuelos de Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso
y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón compuestos con
flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las españolas el
hermosísimo y característico chal que tanto favorece su belleza, el mantón de
Manila, al mismo tiempo señoril y popular, pues lo han llevado en sus hombros
la gran señora y la gitana. Envolverse en él es como vestirse con un cuadro. La
industria moderna no inventará nada que iguale a la ingenua poesía del mantón,
salpicado de flores, flexible, pegadizo y mate, con aquel fleco que tiene algo
de los enredos del sueño y aquella brillantez de color que iluminaba las
muchedumbres en los tiempos en que su uso era general. Esta prenda hermosa se
va desterrando, y sólo el pueblo la conserva con admirable instinto. Lo saca de
las arcas en las grandes épocas de la vida, en los bautizos y en las bodas,
como se da al viento un himno de alegría en el cual hay una estrofa para la
patria. El mantón sería una prenda vulgar si tuviera la ciencia del diseño; no
lo es por conservar el carácter de las artes primitivas y populares; es como la
leyenda, como los cuentos de la infancia, candoroso y rico de color, fácilmente
comprensible y refractario a los cambios de la moda. (…)
Las
facultades de Barbarita se desarrollaron asociadas a la contemplación de estas
cosas, y entre las primeras conquistas de sus sentidos, ninguna tan segura como
la impresión de aquellas flores bordadas con luminosos torzales, y tan frescas
que parecía cuajarse en ellas el rocío. En días de gran venta, cuando había
muchas señoras en la tienda y los dependientes desplegaban sobre el mostrador
centenares de pañuelos, la lóbrega tienda semejaba un jardín. Barbarita creía
que se podrían coger flores a puñados, hacer ramilletes o guirnaldas, llenar
canastillas y adornarse el pelo. Creía que se podrían deshojar y también que
tenían olor. Esto era verdad, porque despedían ese tufillo de los embalajes
asiáticos, mezcla de sándalo y de resinas exóticas que nos trae a la mente los
misterios budistas.
Fortunata y Jacinta
Texto
3
Eran
las doce menos cuarto. El terrible instante se aproximaba. La ansiedad era
general, y no digo esto juzgando por lo que pasaba en mi espíritu, pues atento
a los movimientos del navío en que se decía estaba Nelson, no pude por un buen
rato darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor. De repente nuestro
comandante dio una orden terrible. La repitieron los contramaestres. Los
marineros corrieron hacia los cabos, chillaron los motones, trapearon las
gavias. «¡En facha, en facha! -exclamó Marcial, lanzando con energía un
juramento-. Ese condenado se nos quiere meter por la popa». Al punto comprendí
que se había mandado detener la marcha del Trinidad para estrecharle contra el
Bucentauro, que venía detrás, porque el Victory parecía venir dispuesto a
cortar la línea por entre los dos navíos. Al ver la maniobra de nuestro buque,
pude observar que gran parte de la tripulación no tenía toda aquella
desenvoltura propia de los marineros, familiarizados como Marcial con la guerra
y con la tempestad. Entre los soldados vi algunos que sentían el malestar del
mareo, y se agarraban a los obenques para no caer. Verdad es que había gente
muy decidida, especialmente en la clase de voluntarios; pero por lo común todos
eran de leva, obedecían las órdenes como de mala gana, y estoy seguro de que no
tenían ni el más leve sentimiento de patriotismo. No les hizo dignos del
combate más que el combate mismo, como advertí después. A pesar del distinto
temple moral de aquellos hombres, creo que en los solemnes momentos que
precedieron al primer cañonazo, la idea de Dios estaba en todas las cabezas.
Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experimentado mi alma sensaciones
iguales a las de aquel momento. A pesar de mis pocos años, me hallaba en
disposición de comprender la gravedad del suceso, y por primera vez, después
que existía, altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos
ocuparon mi mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi
ánimo, que me inspiraban cierta lástima los ingleses, y les admiraba al verles
buscar con tanto afán una muerte segura. Por primera vez entonces percibí con
completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con
espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces
la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales
como el Rey y su célebre Ministro, a quienes no consideraba con igual respeto.
Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de
ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos
moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después
Trafalgar
Textos de Clarín
Texto 1
La
heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba
las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles
no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos,
pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en
esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que
el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas
migajas de basura, aquellas sobras de todo, se juntaban en un montón, parábanse
como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose,
trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles,
otras hasta los carteles de papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que
llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años,
en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta,
la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del
cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y
familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la
esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema
romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y
perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo
gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que
modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se
fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al
cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que
esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé;
era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos
corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde
allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones.
Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la
altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos
malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande
de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro
que acababa en pararrayos.
La Regenta
Su
marido era botánico, ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de
comedias, cómico, jurisconsulto; todo menos un marido. Quería más
a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco; simpático
años atrás, pero ahora completamente ido, intratable; un hombre que
tenía la manía de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y
confundir; que injertaba perales en manzanos y creía que todo era uno y lo
mismo, y pretendía que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que había
llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos
españoles: ¡Lo había visto ella! Unos pobrecitos animales con la cresta
despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta
¡qué asco! Aquel Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres
años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas.
Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace
desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en su despacho como si
fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!».
La
exageración de aquel sentimiento de cólera injustísima, pueril, la hizo notar
su error. «¡Ella sí que era ridícula! ¡Irritarse de aquel modo por un incidente
vulgar, insignificante!». Y volvió contra sí todo el desprecio. «¿Qué culpa
tiene él de que yo entre a deshora, sin luz en su despacho? ¿Qué motivo
racional de queja tenía ella? Ninguno. ¡Oh! no había pretexto, no había
pretexto para la ingratitud...».
«Pero
no importaba; ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud
huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba
llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan
todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor
es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas veces.
Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre
avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una
alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo
a sí misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al
despertar en su lecho de esposa, sintió junto a sí la respiración de un
magistrado; le pareció un despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí
dentro el señor Quintanar, no estuviera con su levita larga
de tricot y su pantalón negro de castor; recordaba que las delicias
materiales, irremediables, la avergonzaban, y se reían de ella al mismo tiempo
que la aturdían: el gozar sin querer junto a aquel hombre le sonaba como la
frase del miércoles de ceniza, ¡quia pulvis es! eres
polvo, eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de todo aquello
que había leído en sus mitologías, de lo que había oído a criados y pastores
murmurar con malicia... ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!... Y en
aquel presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por
mártir y heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de
curiosidad de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio;
recordaba que ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había
tenido que esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y
aquello continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en
Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de
hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de
hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba
mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía
ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera
y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia
de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a
los sentidos excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia
no sabía de quién, un dolor irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de
los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella
había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de
confesar aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era
confesarlo».
«Y
la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas
rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban,
se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la
vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata
que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que
llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que
la luna era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a
extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».
«Lo
mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la
vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él...
¡oh, no, no, eso no!».
Sentía
en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema
elocuencia, inspirados por la justicia, derechos de la carne, derechos de la
hermosura.
La Regenta
Textos de Pereda
Es
muy de notarse que en la afición más acentuada de todas las mías, la de los
viajes, me seducía mucho más el artificio de los hombres que la obra de la
Naturaleza. Como buen madrileño, amaba a Madrid sobre todas las cosas de la
tierra, y después de Madrid, a sus similares de España y del extranjero: las
más grandes y más alegres capitales del mundo civilizado. Lo que quedaba entre
unas y otras, me tenía sin cuidado, y pasaba sobre ello, para ir adonde fuera,
como insensible proyectil que lleva el paradero determinado desde su punto de origen.
Hijo y habitante de tierra llana, los montes me entristecían y los cielos
borrosos me acoquinaban. Una vez sola había estado en la capital montañesa,
disfrazando con el deseo de pisar «la tierra de mis mayores», como diría mi
padre, la tentación de veranear en aquel puerto que comenzaba a ser «elegante».
Atravesando en ferrocarril la cordillera cantábrica casi por encima de las
fuentes del Ebro, recordé que «por allí», no sabía si a la derecha o a la
izquierda, debía de andar mi casa solariega, en algún repliegue de aquellos
montes encapuchados de neblinas y ceñidos de negros robledales. Y no tuvo
entonces mayor resonancia que ésta en mi corazón el tan cacareado «grito de la
sangre». Días después, y desde una de las alturas que dominan la ciudad, un santanderino,
práctico en ello, me nombraba, señalándolos con el dedo, cada picacho y cada
monte de la grandiosa cordillera que empieza al Oriente en Cabo Quintres y
Galizano (la cola del enorme reptil), y acaba al Occidente metiendo entre las
nubes los Picos de Europa (su cabeza).
Después,
al trazar en el aire con el mismo dedo el curso de cada río de los que en ella
nacen y por el fondo de sus negras barrancas se despeñan, llegó a encararse al
Oeste; y marcando tres rayas casi verticales, me nombró el Saja, el Nansa y el
Deva; y allí le atajé yo con el pensamiento, diciéndome a mí propio: «Junto a
uno de esos tres ríos (creo que el Nansa), más arriba o más abajo, debe de
andar el solar de mis mayores.» Y a esto solo se redujo, por segunda vez, «el
grito de la sangre» que llevaba en las venas. Como decoración, me enamoraba
aquel rosario de escalonadas montañas que de E. a O. por el S. sirven de marco
grandioso a la admirable bahía; ¡pero como tierras habitables!...
Peñas Arriba
Comentarios
Publicar un comentario