Alfonso
X el Sabio. Las siete partidas.
Primera
Partida: En la que el autor demuestra que todas las cosas pertenecen a la
iglesia católica, y que enseñan al hombre conocer a Dios por las creencias.
Segunda
Partida: Lo que conviene hacer a los reyes, emperadores, tanto por sí mismos
como por los demás, lo que deben hacer para que valgan más, así como sus
reinos, sus honras y sus tierras se acrecienten y guarden, y sus voluntades
según derecho se junten con aquellos que fueren de su señorío.
Tercera
Partida: La Justicia que hace que los hombres vivan unos con otros en paz, y de
las personas que son menester para ella.
Cuarta
Partida: Los desposorios, los casamientos que juntan amor de hombre y de mujer
naturalmente y de las cosas que les pertenecen, y de los hijos que nacen de
ellos, y de los otros de cualquier manera que sean hechos y recibidos, del
poder que tienen los padres sobre sus hijos y de la obediencia que ellos deben
a sus padres, pues esto, según naturaleza junta amor por razón de linaje, y del
deudo que hay entre los criados y los que crían, y entre los siervos y sus
dueños, los vasallos y sus señores, las razones del señorío y de lo bien hecho
que los menores reciben de los mayores y otrosí por lo que reciben los mayorales
de los otros.
Quinta
Partida: Trata de los empréstitos y de los cambios, y de todos los otros
pleitos y conveniencias que los hombres hacen entre ellos, placiendo a ambas
partes, como se deben hacer y cuáles son valederas o no, y cómo se deben partir
las contiendas que entre las partes nacieren.
Sexta
Partida: Los testamentos, quién los debe hacer, y cómo deben ser hechos y en
qué manera pueden heredar los padres a los hijos y a los otros parientes suyos
y aun a los extraños, y otrosí de los huérfanos y de las cosas que les
pertenecen.
Séptima
Partida: Y en la setena partida de todas las acusaciones y los males y las
enemigas que los hombres hacen.
Calila
e Dimna
Dijo
Dimna a Calila: “Ya ves cómo está el león en su lugar, que no se mueve ni se solaza
como solía hacer.” Dijo Calila: “Y tú, hermano, ¿qué te pasa que preguntas lo
que no has menester, ni te tiene pro en preguntarlo? Nosotros estamos en buen
estado, y estamos en la puerta de nuestro rey, y tomamos lo que queremos, y no
nos falta nada que necesitemos, y no somos de los que hablan con el rey sus
hechos. Y déjate de esto, y sabe que el que se entremete de decir y de hacer lo
que no es para él, que le pasa lo que le acaeció a un simio artero que se
entremetió de lo que no era suyo, ni le pertenecía”.
Dijo
Dimna: “¿Cómo fue esto?”
Del
simio y la cuña dijo Calila: “Dicen que un simio vio a unos carpinteros aserrar
una viga, y estaba uno encima; y como iban aserrando metían una cuña y sacaban
otra para aserrar mejor. Y el simio los vio, y en tanto que ellos se fueron a
comer, subió el simio encima de la viga y se sentó encima y sacó la cuña. Y
como le colgaban los pies en la serradura de la viga, al sacar la cuña apretó
la viga y lo tomó dentro los pies y se los machacó y acabó casi muerto. Y entonces
llegó el carpintero hasta él, y lo que le hizo fue peor que lo que le había
pasado.”
Y
dijo Dimna: “He entendido lo que me has dicho y oí el ejemplo que me dijiste;
pero todos los que a los reyes se llegan no lo hacen solamente por hinchar sus
vientres, que los vientres en cualquier lugar se pueden llenar; mas trabaja el
hombre por mejorar su haciendo, por que tenga ocasión de dar placer a sus
amigos y el contrario a sus enemigos. Y los hombres viles son aquellos que se
tienen por pagados por poca cosa, y se alegran por ella así como con el perro
que encuentra el hueso seco y se alegra por él. Y los hombres de gran corazón
no se tienen por pagados de lo poco; antes trabajan para que sus corazones
lleguen a lo que quieren, así como el león que prende la liebre, y cuando ve la
cabra la deja y va en pos de ella.”
El conde Lucanor. Cuento XL
Causas
por las que perdió su alma un general de Carcasona
Hablaba el Conde Lucanor
con Patronio y le dijo:
-Patronio, como sé que nadie puede evitar la muerte, querría yo, antes de morir, haber podido hacer alguna obra muy útil para la salvación de mi alma que deje memoria de mí y que todos me recuerden por ella. Por eso os ruego que me aconsejéis la mejor manera de lograrlo.
-Señor conde -dijo Patronio-, aunque las buenas obras siempre nos ayudan para conseguir la salvación, no importa cómo o a quién las hagamos. Para que vos sepáis por qué y con qué intención deben hacerse, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un general de Carcasona.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, un general de Carcasona se puso muy enfermo y, viéndose próximo a morir, mandó llamar al prior de los dominicos y al guardián de los franciscanos, para tratar con ellos los asuntos de su alma. Les pidió que después de su muerte cumplieran cuantas mandas les había dejado, para conseguir su salvación. Así lo hicieron ellos, pues el general les había legado muchos bienes en el testamento. Los dos frailes estaban muy contentos y confiados en su salvación, ya que todo se había hecho pronto y bien.
»Sucedió que, pasados unos días, llegó a la ciudad una mujer endemoniada, que decía cosas maravillosas y portentosas, porque el diablo, que por ella hablaba, sabe cuanto se dice y se hace.
»Los frailes que habían atendido a la salvación del general, al enterarse de lo que decía aquella mujer, pensaron que sería conveniente hablar con ella para que les diera noticias sobre el alma del difunto. Así lo hicieron. Cuando entraron en la casa de la endemoniada, antes de que ellos le preguntaran, les dijo que bien sabía los motivos de su venida, pues hacía muy poco que había salido del infierno y allí quedaba el alma del general.
»Cuando los frailes la oyeron decir esto, le contestaron que mentía, -152- puesto que era público cómo había tenido muy santa muerte, auxiliado con los sacramentos de la Santa Iglesia, y que, como la religión cristiana es la única verdadera, era imposible que se hubiera condenado.
»Les replicó ella que ciertamente la fe y la religión cristianas son verdaderas, y que si él hubiera hecho, al morir, lo que debe hacer un auténtico cristiano, habría salvado su alma. Siguió la endemoniada diciendo que él no había obrado como verdadero y buen cristiano, pues, aunque había mandado rezar oraciones y dar limosnas por su alma, había pedido que lo hicieran después de su muerte, siendo su intención que lo hiciesen sólo una vez muerto, sin importarle su alma mientras vivía; por eso mandó que lo hicieran después de muerto, cuando ya sus riquezas no le servían para nada ni se las podía llevar consigo. Igualmente les dijo que el general lo había dispuesto todo así para que quedar a fama eterna de lo que había hecho, sólo por alcanzar vanagloria de las gentes.
»Por ello, aunque el general mandó hacer buenas obras, no obró bien, ya que Dios no premia solamente las buenas acciones, sino las que están bien hechas, que son hijas de una recta intención. Como la intención del general no fue buena, porque no nacía de su corazón, no consiguió de Dios el galardón eterno que esperaba.
»A vos, señor conde, pues me pedís un consejo, os digo que, en mi opinión, hagáis en vida el bien que deseéis hacer. Sabed, además, que, para conseguir ante Dios galardón por vuestras buenas obras, debéis reparar primero el daño que hayáis podido hacer: de poco vale robar el carnero y dar luego las patas a los pobres por el amor de Dios. De muy poco os valdría haber robado y hurtado a todos para, luego, dar limosna de lo que no es vuestro. Sabed también que, cuando la limosna es buena, concurren en ella estos cinco requisitos: primero, que se entregue algo cuya propiedad sea legítima; segundo, que se dé cuando uno está haciendo, y arrepentido, verdadera penitencia; tercero, que el hombre sienta desprenderse de lo que da, bien por la cantidad o por la calidad de la donación; cuarto, que se haga en vida; y quinto, que se haga pensando sólo en Dios y no por vanagloria o vanidad. Si se dan estas cinco condiciones, todas las limosnas y buenas obras serán perfectas y el que así las haga recibirá generoso galardón de Dios. Pero si vos, o cualquier otro, por algún motivo no puede hacerlas de ese modo, no por eso debe dejar de hacerlas, pensando que, al no reunir todos los requisitos, no le servirán de nada, pues eso sería una gran equivocación y tentaríais a Dios al pensar así, ya que, de cualquier forma que se haga el bien, siempre será un bien. Sabed también que las buenas obras ayudan al hombre a abandonar el pecado y a hacer penitencia, a la vez que nos proporcionan salud corporal, riquezas, honras y buena fama ante las gentes. Por ello os digo que toda buena obra que haga el hombre será siempre muy provechosa y útil, pero será mucho más provechosa para la salvación si se hace reuniendo las cinco condiciones que os he señalado.
El conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, decidió obrar siempre así y pidió a Dios que le ayudase para seguir los sabios consejos de Patronio.
-Patronio, como sé que nadie puede evitar la muerte, querría yo, antes de morir, haber podido hacer alguna obra muy útil para la salvación de mi alma que deje memoria de mí y que todos me recuerden por ella. Por eso os ruego que me aconsejéis la mejor manera de lograrlo.
-Señor conde -dijo Patronio-, aunque las buenas obras siempre nos ayudan para conseguir la salvación, no importa cómo o a quién las hagamos. Para que vos sepáis por qué y con qué intención deben hacerse, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a un general de Carcasona.
El conde le pidió que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, un general de Carcasona se puso muy enfermo y, viéndose próximo a morir, mandó llamar al prior de los dominicos y al guardián de los franciscanos, para tratar con ellos los asuntos de su alma. Les pidió que después de su muerte cumplieran cuantas mandas les había dejado, para conseguir su salvación. Así lo hicieron ellos, pues el general les había legado muchos bienes en el testamento. Los dos frailes estaban muy contentos y confiados en su salvación, ya que todo se había hecho pronto y bien.
»Sucedió que, pasados unos días, llegó a la ciudad una mujer endemoniada, que decía cosas maravillosas y portentosas, porque el diablo, que por ella hablaba, sabe cuanto se dice y se hace.
»Los frailes que habían atendido a la salvación del general, al enterarse de lo que decía aquella mujer, pensaron que sería conveniente hablar con ella para que les diera noticias sobre el alma del difunto. Así lo hicieron. Cuando entraron en la casa de la endemoniada, antes de que ellos le preguntaran, les dijo que bien sabía los motivos de su venida, pues hacía muy poco que había salido del infierno y allí quedaba el alma del general.
»Cuando los frailes la oyeron decir esto, le contestaron que mentía, -152- puesto que era público cómo había tenido muy santa muerte, auxiliado con los sacramentos de la Santa Iglesia, y que, como la religión cristiana es la única verdadera, era imposible que se hubiera condenado.
»Les replicó ella que ciertamente la fe y la religión cristianas son verdaderas, y que si él hubiera hecho, al morir, lo que debe hacer un auténtico cristiano, habría salvado su alma. Siguió la endemoniada diciendo que él no había obrado como verdadero y buen cristiano, pues, aunque había mandado rezar oraciones y dar limosnas por su alma, había pedido que lo hicieran después de su muerte, siendo su intención que lo hiciesen sólo una vez muerto, sin importarle su alma mientras vivía; por eso mandó que lo hicieran después de muerto, cuando ya sus riquezas no le servían para nada ni se las podía llevar consigo. Igualmente les dijo que el general lo había dispuesto todo así para que quedar a fama eterna de lo que había hecho, sólo por alcanzar vanagloria de las gentes.
»Por ello, aunque el general mandó hacer buenas obras, no obró bien, ya que Dios no premia solamente las buenas acciones, sino las que están bien hechas, que son hijas de una recta intención. Como la intención del general no fue buena, porque no nacía de su corazón, no consiguió de Dios el galardón eterno que esperaba.
»A vos, señor conde, pues me pedís un consejo, os digo que, en mi opinión, hagáis en vida el bien que deseéis hacer. Sabed, además, que, para conseguir ante Dios galardón por vuestras buenas obras, debéis reparar primero el daño que hayáis podido hacer: de poco vale robar el carnero y dar luego las patas a los pobres por el amor de Dios. De muy poco os valdría haber robado y hurtado a todos para, luego, dar limosna de lo que no es vuestro. Sabed también que, cuando la limosna es buena, concurren en ella estos cinco requisitos: primero, que se entregue algo cuya propiedad sea legítima; segundo, que se dé cuando uno está haciendo, y arrepentido, verdadera penitencia; tercero, que el hombre sienta desprenderse de lo que da, bien por la cantidad o por la calidad de la donación; cuarto, que se haga en vida; y quinto, que se haga pensando sólo en Dios y no por vanagloria o vanidad. Si se dan estas cinco condiciones, todas las limosnas y buenas obras serán perfectas y el que así las haga recibirá generoso galardón de Dios. Pero si vos, o cualquier otro, por algún motivo no puede hacerlas de ese modo, no por eso debe dejar de hacerlas, pensando que, al no reunir todos los requisitos, no le servirán de nada, pues eso sería una gran equivocación y tentaríais a Dios al pensar así, ya que, de cualquier forma que se haga el bien, siempre será un bien. Sabed también que las buenas obras ayudan al hombre a abandonar el pecado y a hacer penitencia, a la vez que nos proporcionan salud corporal, riquezas, honras y buena fama ante las gentes. Por ello os digo que toda buena obra que haga el hombre será siempre muy provechosa y útil, pero será mucho más provechosa para la salvación si se hace reuniendo las cinco condiciones que os he señalado.
El conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, decidió obrar siempre así y pidió a Dios que le ayudase para seguir los sabios consejos de Patronio.
Y viendo don Juan que este
cuento era muy bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos
que dicen así:
Haz
siempre el bien, mas con recta intención,
si deseas el cielo, si buscas salvación.
si deseas el cielo, si buscas salvación.
La
Celestina.
Prólogo.
Todas las cosas ser criadas
a manera de contienda o batalla, dice aquel gran sabio Heráclito en este modo:
«Omnia secundum litem fiunt», sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable
memoria. […]
Pues, ¿qué diremos entre
los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explanará sus guerras,
sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y
descontentamientos? ¿Aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios,
y otros muchos afectos diversos y variedades que de esta nuestra flaca
humanidad nos provienen? Y pues es antigua querella y visitada de largos
tiempos, no quiero maravillarme si esta presente obra ha sido instrumento de
lid o contienda a sus lectores para ponerlos en diferencias, dando cada uno
sentencia sobre ella a sabor de su voluntad. Unos decían que era prolija, otros
breve, otros agradable, otros oscura; de manera que cortarla a medida de tantas
y tan diferentes condiciones a solo Dios pertenece. Mayormente, pues ella, con
todas las otras cosas que al mundo son, van debajo de la bandera de esta
notable sentencia; que aun la misma vida de los hombres, si bien lo miramos,
desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla. Los niños con
los juegos, los mozos con las letras, los mancebos con los deleites, los viejos
con mil especies de enfermedades pelean, y estos papeles con todas las edades.
La primera los borra y rompe, la segunda no los sabe bien leer, la tercera, que
es la alegre juventud y mancebía, discordia. […]
Así que cuando diez
personas se juntaren a oír esta Comedia, en quien quepa esta diferencia de
condiciones, como suele acaecer, ¿quién negará que haya contienda en cosa que
de tantas maneras se entienda? Que aun los impresores han dado sus punturas
poniendo rúbricas o sumarios al principio de cada acto, narrando en breve lo
que dentro contenía: una cosa bien excusada, según lo que los antiguos
escritores usaron. Otros han litigado sobre el nombre, diciendo que no se había
de llamar Comedia, pues acababa en tristeza, sino que se llamase Tragedia. El
primer autor quiso darle denominación del principio, que fue placer, y llamóla
Comedia. Yo, viendo estas discordias entre estos extremos, partí ahora por
medio la porfía, y llaméla Tragicomedia.
Acto I
CALISTO.- En esto veo,
Melibea, la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a
natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta
merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor
manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el
servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo
yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre
como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la
visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh
triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de
caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo
tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio
tienes éste, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por
tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no
lo tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más
igual galardón te daré yo si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh
bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Más
desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual
merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de
ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal
mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar
que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.
(En casa de Calisto)
CALISTO.- Sempronio.
SEMPRONIO.- Señor.
CALISTO.- Dame acá el laúd.
SEMPRONIO.- Señor, vesle
aquí.
CALISTO
¿Cuál dolor puede ser tal
que se iguale con mi mal?
que se iguale con mi mal?
SEMPRONIO.- Destemplado
está ese laúd.
CALISTO.- ¿Cómo templará el
destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquel que consigo está tan discorde,
aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho
aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas,
todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas.
SEMPRONIO
Mira Nero de Tarpeya
a Roma cómo se ardía;
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolía.
a Roma cómo se ardía;
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolía.
CALISTO.- Mayor es mi fuego
y menor la piedad de quien yo ahora digo.
SEMPRONIO.- No me engaño
yo, que loco está este mi amo.
CALISTO.- ¿Qué estás
murmurando, Sempronio?
SEMPRONIO.- No digo nada.
CALISTO.- Di lo que dices,
no temas.
SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo
puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y
tanta multitud de gente?
CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo
diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y
mayor la que mata un ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la
aparencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo
real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si
el de purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los
brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos.
SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que
digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje.
CALISTO.- ¿No te digo que
hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?
SEMPRONIO.- Digo que nunca
Dios quiera tal, que es especie de herejía lo que ahora dijiste.
CALISTO.- ¿Por qué?
SEMPRONIO.- Porque lo que
dices contradice la cristiana religión.
CALISTO.- ¿Qué a mí?
SEMPRONIO.- ¿Tú no eres
cristiano?
CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy
y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.
Calisto describe a Melibea
SEMPRONIO.- ¿Quién? Lo
primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los
mejores bienes que tuvo. Conviene a saber, hermosura, gracia, grandeza de
miembros, fuerza, ligereza, y, allende de esto, fortuna medianamente partió
contigo lo suyo en tal cantidad, que los bienes que tienes de dentro con los de
fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es
señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado. Y más, a constelación
de todos eres amado.
CALISTO.- Pero no de
Melibea, y en todo lo que me has gloriado, Sempronio, sin proporción ni
comparación se aventaja Melibea. ¿Miras la nobleza y antigüedad de su linaje,
el grandísimo patrimonio, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes
virtudes, la altitud e inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te
ruego me dejes hablar un poco, por que haya algún refrigerio? Y lo que te
dijere será de lo descubierto, que, si de lo oculto yo hablarte supiera, no nos
fuera necesario altercar tan miserablemente estas razones.
Comienzo por los
cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos
son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies,
después crinados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no ha
más menester para convertir los hombres en piedras.
Los ojos verdes rasgados,
las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca
pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el
torno del rostro poco más luengo que redondo, el pecho alto, la redondez y
forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? ¡Que se despereza el
hombre cuando las mira! La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo oscurece la nieve,
la color mezclada, cual ella la escogió para sí.
Las manos pequeñas en
mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en
ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. Aquella proporción,
que ver yo no pude, no sin duda, por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser
mejor que la que Paris juzgó entre las tres deesas.
Sempronio acude a Celestina
CELESTINA.- Parta Dios,
hijo, de lo suyo contigo, que no sin causa lo hará, siquiera porque has piedad
de esta pecadora de vieja. Pero di, no te detengas, que la amistad que entre ti
y mí se afirma no ha menester preámbulos, ni correlarios, ni aparejos para
ganar voluntad. Abrevia y ven al hecho, que vanamente se dice por muchas
palabras lo que por pocas se puede entender.
SEMPRONIO.- Así es. Calisto
arde en amores de Melibea. De ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha
menester, juntos nos aprovechemos, que conocer el tiempo y usar el hombre de la
oportunidad hace los hombres prósperos.
CELESTINA.- Bien has dicho,
al cabo estoy. Basta para mí mecer el ojo. Digo que me alegro de estas nuevas
como los cirujanos de los descalabrados. Y como aquellos dañan en los
principios las llagas y encarecen el prometimiento de la salud, así entiendo yo
hacer a Calisto: alargarle he la certinidad del remedio, porque, como dicen,
«el esperanza luenga aflige el corazón» y, cuanto él la perdiere, tanto se la
promete. ¡Bien me entiendes!
SEMPRONIO.- Callemos, que a
la puerta estamos y, como dicen, las paredes han oídos.
Acto II
Pármeno advierte a Calisto
PÁRMENO.- Digo, señor, que
irían mejor empleadas tus franquezas en presentes y servicios a Melibea, que no
dar dineros a aquella que yo me conozco y, lo que peor es, hacerte su cautivo.
CALISTO.- ¿Cómo, loco, su
cautivo?
PÁRMENO.- Porque a quien
dices el secreto das tu libertad.
CALISTO.- Algo dice el
necio, pero quiero que sepas que, cuando hay mucha distancia del que ruega al
rogado, o por gravedad de obediencia, o por señorío de estado, o esquividad de
género, como entre esta mi señora y mí, es necesario intercesor o medianero que
suba de mano en mano mi mensaje hasta los oídos de aquella a quien yo segunda
vez hablar tengo por imposible. Y pues que así es, dime si lo hecho apruebas.
PÁRMENO.- ¡Apruébelo el
diablo!
CALISTO.- ¿Qué dices?
PÁRMENO.- Digo, señor, que
nunca yerro vino desacompañado y que un inconveniente es causa y puerta de
muchos.
CALISTO.- El dicho yo le
apruebo; el propósito no entiendo.
PÁRMENO.- Señor, porque
perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a
le buscar, la entrada causa de la ver y hablar; la habla engendró amor; el amor
parió tu pena; la pena causará perder tu cuerpo y alma y hacienda. Y lo que más
de ello siento es venir a manos de aquella trotaconventos, después de tres
veces emplumada.
CALISTO.- ¡Así, Pármeno, di
más de eso, que me agrada! Pues mejor me parece cuanto más la desalabas. Cumpla
conmigo y emplúmenla la cuarta. Desentido eres, sin pena hablas; no te duele
donde a mí, Pármeno.
[…]
PÁRMENO.- ¡Mas nunca sea!
¡Allá irás con el diablo! A estos locos decidles lo que les cumple, no os
podrán ver. ¡Por mi ánima, que si ahora le diese una lanzada en el calcañar,
que saliesen más sesos que de la cabeza! Pues anda, que a mi cargo ¡que
Celestina y Sempronio te espulguen! ¡Oh desdichado de mí! Por ser leal padezco
mal. Otros se ganan por malos; yo me pierdo por bueno: ¡El mundo es tal! Quiero
irme al hilo de la gente, pues a los traidores llaman discretos, a los fieles
necios. Si creyera a Celestina con sus seis docenas de años a cuestas, no me
maltratara Calisto. Mas esto me pondrá escarmiento de aquí adelante con él. Que
si dijere «comamos», yo también; si quisiere derrocar la casa, aprobarlo; si
quemar su hacienda,ir por fuego. ¡Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a alcahuetas
lo suyo, que mi parte me cabrá, pues dicen «a río vuelto ganancia de
pescadores»! ¡Nunca más perro a molino!
Acto III
Celestina, sobre el dinero
SEMPRONIO.- Pues, ¿crees
que podrás alcanzar algo de Melibea? ¿Hay algún buen ramo?
CELESTINA.- No hay cirujano
que a la primera cura juzgue la herida. Lo que yo al presente veo te diré.
Melibea es hermosa, Calisto loco y franco. Ni a él penará gastar ni a mí andar.
¡Bulla moneda y dure el pleito lo que durare! Todo lo puede el dinero: las
peñas quebranta, los ríos pasa en seco. No hay lugar tan alto que un asno
cargado de oro no lo suba. Su desatino y ardor basta para perder a sí y ganar a
nosotros. Esto he sentido, esto he calado, esto sé de él y de ella, esto es lo
que nos ha de aprovechar. A casa voy de Pleberio. Quédate. Adiós. Que, aunque
esté brava Melibea, no es ésta, si a Dios ha placido, la primera a quien yo he
hecho perder el cacarear.
El conjuro
CELESTINA.- Conjúrote,
triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada,
capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos, que
los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y
atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres Furias, Tesífone,
Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Estigia y
Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso Caos, mantenedor
de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas
hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y
fuerza de estas bermejas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que
están escritas; por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel
se contienen; por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue
hecho, con el cual unto este hilado. Vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad
y en ello te envuelvas y con ello estés sin un momento te partir, hasta que
Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre, y con ello de tal
manera quede enredada que, cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se
ablande a conceder mi petición. Y se le abras, y lastimes del crudo y fuerte
amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me
galardone mis pasos y mensaje. Y esto hecho, pide y demanda de mí a tu
voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, tendrasme por capital enemiga;
heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas
mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra y otra
vez te conjuro. Así confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi
hilado, donde creo te llevo ya envuelto.
Acto IV
Celestina y Melibea, el
galardón.
MELIBEA.- Por Dios, sin más
dilatar, me digas quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente que
su pasión y remedio salen de una misma fuente.
CELESTINA.- Bien tendrás,
señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre de clara
sangre, que llaman Calisto.
MELIBEA.- ¡Ya, ya, ya!
Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Ése es el doliente por quien
has hecho tantas premisas en tu demanda?, ¿por quien has venido a buscar la
muerte para ti?, ¿por quien has dado tan dañosos pasos, desvergonzada barbuda?
¿Qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal.
¿Qué te parece? Si me hallaras sin sospecha de ese loco, ¿con qué palabras me
entrabas? No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer
es la lengua. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de honestad,
causadora de secretos yerros! ¡Jesú, Jesú! ¡Quítamela, Lucrecia, de delante,
que me fino, que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo! Bien se lo
merece, esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto, si no mirase a mi
honestidad, y por no publicar su osadía de ese atrevido, yo te hiciera,
malvada, que tu razón y vida acabaran en un tiempo.
CELESTINA.- ¡En hora mala
acá vine, si me falta mi conjuro! ¡Ea, pues, bien sé a quién digo! ¡Ce,
hermano, que se va todo a perder! […]Una oración, señora, que le dijeron que
sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es
fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero
que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha
estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan
desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me
faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la
venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.
MELIBEA.- Si eso querías,
¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?
Acto IX
Descripción de Celestina
SEMPRONIO.- Verdad es, pero
mal conoces a Celestina. Cuando ella tiene que hacer, no se acuerda de Dios ni
cura de santidades. Cuando hay qué roer en casa, sanos están los santos; cuando
va a la iglesia con sus cuentas en la mano, no sobra el comer en casa. Aunque
ella te crió, mejor conozco yo sus propiedades que tú. Lo que en sus cuentas
reza es los virgos que tiene a cargo y cuántos enamorados hay en la ciudad, y
cuántas mozas tiene encomendadas, y qué despenseros le dan ración, y cuál
mejor, y cómo les llaman por nombre, por que cuando los encontrare no hable
como extraña; y qué canónigo es más mozo y franco. Cuando menea los labios es
fingir mentiras, ordenar cautelas para haber dinero: «Por aquí le entraré, esto
me responderá, esto replicaré». Así vive esta que nosotros mucho honramos.
Acto XII
Muerte de Celestina
CELESTINA.- Si mucho enojo
traéis con vosotros, o con vuestro amo o armas, no lo quebréis en mí, que bien
sé dónde nace esto. Bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis; no cierto de la
necesidad que tenéis de lo que pedís, ni aun por la mucha codicia que lo
tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cautivos
con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otras. Movéisme estas amenazas de
dinero, ponéisme estos temores de la partición. Pues callad, que quien éstas os
supo acarrear, os dará otras diez ahora que hay más conocimiento, y más razón,
y más merecido de vuestra parte. Y si sé cumplir lo que se promete en este
caso, dígalo Pármeno. ¡Dilo, di, no hayas empacho de contar cómo nos pasó
cuando a la otra dolía la madre!
SEMPRONIO.- Yo dígole que
se vaya y abájase las bragas; no ando por lo que piensas. No entremetas burlas
a nuestra demanda, que con ese galgo no tomarás, si yo puedo, más liebres.
Déjate conmigo de razones. A perro viejo, no cuz cuz. Danos las dos partes por
cuenta de cuanto de Calisto has recibido; no quieras que se descubra quién tú
eres. ¡A los otros, a los otros con esos halagos, vieja!
CELESTINA.- ¿Quién soy yo,
Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas,
que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como
cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no lo busco;
de mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo, Dios es
el testigo de mi corazón. Y no pienses con tu ira maltratarme, que justicia hay
para todos y a todos es igual. Tan bien seré oída, aunque mujer, como vosotros
muy peinados. Déjame en mi casa con mi fortuna. Y tú, Pármeno, no pienses que
soy tu cautiva por saber mis secretos y mi vida pasada, y los casos que nos acaecieron
a mí y a la desdichada de tu madre. Aun así me trataba ella cuando Dios quería.
PÁRMENO.- ¡No me hinches
las narices con esas memorias; si no, enviarte he con nuevas a ella, donde
mejor te puedas quejar!
CELESTINA.- ¡Elicia,
Elicia, levántate de esa cama! ¡Daca mi manto, presto!, que, por los santos de
Dios, para aquella justicia me vaya bramando como una loca. ¿Qué es esto? ¿Qué
quieren decir tales amenazas en mi casa? ¡Con una oveja mansa tenéis vosotros
manos y braveza, con una gallina atada, con una vieja de sesenta años! ¡Allá,
allá con los hombres como vosotros! ¡Contra los que ciñen espada mostrad
vuestras iras, no contra mi flaca rueca! Señal es de gran cobardía acometer a
los menores y a los que poco pueden. Las sucias moscas nunca pican sino los
bueyes magros y flacos. Los gozques ladradores a los pobres peregrinos aquejan
con mayor ímpetu. Si aquella que allí está en aquella cama me hubiese a mí
creído, jamás quedaría esta casa de noche sin varón, ni dormiríamos a lumbre de
pajas; pero, por aguardarte, por serte fiel, padecemos esta soledad. Y como nos
veis mujeres, habláis y pedís demasías, lo cual, si hombre sintieseis en la
posada, no haríais, que, como dicen, «el duro adversario entibia las iras y
sañas».
SEMPRONIO.- ¡Oh vieja
avarienta, muerta de sed por dinero!, ¿no serás contenta con la tercia parte de
lo ganado?
CELESTINA.- ¿Qué tercia
parte? Vete con Dios de mi casa tú. Y esotro no dé voces, no allegue la
vecindad. No me hagáis salir de seso, no queráis que salgan a plaza las cosas de
Calisto y vuestras.
SEMPRONIO.- Da voces o
gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o cumplirás hoy tus días.
ELICIA.- Mete, por Dios, el
espada. Tenlo, Pármeno, tenlo, no la mate ese desvariado.
CELESTINA.- ¡Justicia,
justicia, señores vecinos! ¡Justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!
SEMPRONIO.- ¿Rufianes o
qué? Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas.
CELESTINA.- ¡Ay, que me ha
muerto! ¡Ay, ay, confesión, confesión!
PÁRMENO.- Dale, dale.
Acábala, pues comenzaste, que nos sentirán. ¡Muera, muera! De los enemigos, los
menos.
CELESTINA.- ¡Confesión!
Acto XIX
Calisto y Melibea
MELIBEA.- ¿Qué quieres que
cante, amor mío? ¿Cómo cantaré, que tu deseo era el que regía mi son y hacía
sonar mi canto? Pues, conseguida tu venida, desapareciose el deseo, destemplose
el tono de mi voz. Y pues tú, señor, eres el dechado de cortesía y buena
crianza, ¿cómo mandas a mi lengua hablar y no a tus manos que estén quedas?
¿Por qué no olvidas estas mañas? Mándalas estar sosegadas y dejar su enojoso
uso y conversación incomportable. Cata, ángel mío, que así como me es agradable
tu vista sosegada, me es enojoso tu riguroso trato. Tus honestas burlas me dan
placer, tus deshonestas manos me fatigan cuando pasan de la razón. Deja estar
mis ropas en su lugar y, si quieres ver si es el hábito de encima de seda o de
paño, ¿para qué me tocas en la camisa, pues cierto es de lienzo? Holguemos y
burlemos de otros mil modos que yo te mostraré, no me destroces ni maltrates
como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?
CALISTO.- Señora, el que
quiere comer el ave quita primero las plumas.
Acto XX
Pleberio y Melibea, diálogo
final
PLEBERIO.- Hija mía
Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?
MELIBEA.- Padre mío, no
pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla
que te quiero hacer. […]De todo esto fui yo causa. Yo cubrí de luto y jergas en
este día cuasi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos
sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres
y envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más
acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de
gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar,
de cortesía, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble
cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque
estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más
aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por mi amor un
caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo
sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era
tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión
a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida
a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi querida
madre encubría. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó cómo su deseo y el mío
hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía engañado. Concertó el triste
concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su
amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto,
quebrantó mi propósito, perdí mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor
gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado,
a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y
ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche
oscura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género
de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en
la calle, con el gran ímpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en
vacío y cayó. Y de la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos
por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin
confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi
compañía. Pues, ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que
viviese yo penada? Su muerte convida a la mía. Convídame y fuerza que sea
presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada, por seguirle en todo.
No digan por mí «a muertos y a idos…» Y así contentarle he en la muerte, pues
no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy.
Acto XXI
Lamento de Pleberio
PLEBERIO.- ¡Ay, ay, noble
mujer! Nuestro gozo en el pozo, nuestro bien todo es perdido. ¡No queramos más
vivir! Y por que el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin pensarle,
por que más presto vayas al sepulcro, por que no llore yo solo la pérdida
dolorida de entrambos, ves allí a la que tú pariste y yo engendré hecha
pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste
sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimería. ¡Oh gentes que venís a
mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi
bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta
años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza
que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar, mejor gozara de
vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos, que presentes veo! Fuertes
días me sobran para vivir, quejarme he de la muerte, incusarle he su dilación
cuanto tiempo me dejare solo después de ti. Fálteme la vida, pues me faltó tu
agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te
queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y suspirar. Y si
por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor,
¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los
varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir, o a lo menos
perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo
no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién
edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para
quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me sostienes? ¿A dónde hallará
abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los
temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en
aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no
quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme
aquella florida planta, en quien tú poder no tenías; diérasme, fortuna
fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervirtieras la orden. Mejor
sufriera persecuciones de tus engaños en la recia y robusta edad que no en la
flaca postrimería. ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh
mundo, mundo!
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