Siempre me ha parecido fascinante la capacidad del ser humano para evitar asumir su propia responsabilidad en prácticamente nada de lo que a él es imputable. Tomen la escuela como ejemplo menor pero significativo: ¿no les satura ya escuchar a muchos padres y madres repetir esa cantinela de que no entienden cómo es posible que su retoño les haya salido respondón, vago o rebelde, al tiempo que delegan en la escuela labores educativas que exceden su competencia? O qué decir de los alumnos, quejándose continuamente de las injusticias del sistema, de la inutilidad de los exámenes o de la incompetencia de sus docentes, mientras miran su móvil sin hacerle el menor caso al profesor que, al otro lado de la pantalla o en la misma clase, se imagina que hay alguien escuchando. Y seguramente, ese mismo profesor pensará que todo es culpa de unos padres que no hacen lo que deberían y de unos alumnos que vienen a clase sin civilizar. Y así, nadie asume nada, y todos perdemos.
Tomen la política, como ejemplo supremo, a esos miles de ciudadanos que se quejan de que sus políticos son unos impresentables y que esos mismos políticos digan, a la par, que el problema es que los ciudadanos no cumplimos una sola obligación, mientras unos se corrompen hasta la saciedad y los otros hacemos lo que nos viene en gana en la calle, en los bares, en la carretera o en cualquier ámbito imaginable. Y así, nadie asume nada, y todos perdemos. Básicamente, la idea de fondo que subyace a este comportamiento, sumamente infantil, inmaduro y peligroso a nivel social, vendría a decir algo así como que el problema siempre son los demás, siempre es lo de fuera, pero no soy yo. Nada se me puede decir a mí porque bastante hago, porque lo doy todo pero vivo en un mundo cruel que no me valora, entiende ni premia como merecería.
La deriva a la que nos somete de manera irremediable esta dinámica es el aislamiento de los individuos, la desconfianza en sistemas como el educativo o las instituciones políticas, que tan necesarios son para el correcto funcionamiento de cualquier país avanzado. Pero para que dicho funcionamiento sea posible harían falta padres que asumieran que a lo mejor no todo lo que hacen por sus hijos es infalible; que sus propios hijos abandonaran el victimismo y comprendieran que la perfección, la justicia y la armonía universal son difícilmente posibles en la vida real, que los profesores enfocasen el asunto más en su propia formación y didáctica que en la alineación de los planetas, que los ciudadanos entendieran que cada una de sus acciones determina el devenir de su nación, y que los políticos pensaran de una maldita vez en algo que no fuera su siguiente campaña electoral. Así, asumiríamos todos, y quizá ganásemos algo más como sociedad.
Miguel Albadalejo, "Lo de fuera", El periódico, 23/09/2016
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