Texto 1
A mi juicio se encuentra España en los comienzos de una grande y necesaria lucha económica, lucha de capitales, de cuyas resultas quedará plantada en mitad del arroyo -además de la producción débil- la mayoría de esa clase media, salida de la Universidad y de las Academias, que forma el núcleo de los actuales partidos políticos y cuyo porvenir depende de los presupuestos del Estado, de las provincias y de los municipios.
El problema, por lo tanto, se plantea en estos términos. Si España presenta una resistencia invencible a la iniciada industrialización burguesa, nuestra nacionalidad será arrollada por extranjeras manos. Si España, con inerte pasividad, se deja llevar por la corriente de lo irremediable, prolongaremos, por tiempo indefinido, esta agonía. Y si España camina con decidido paso hacia adelante, podremos esperar de nuestro suelo mayor bienestar, de nuestra fecundidad un pueblo más grande y de nuestro espíritu un renacimiento intelectual.
¿Haremos esta jornada de propio impulso? La cuestión es más individual que colectiva. [...] ¿Será paso en falso? ¿Será en firme? Los hechos lo dirán.
Ramiro de Maeztu, Hacia otra España (1899)
Texto 2
No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones torrenciales han abierto hondas mellas; de estas quiebras aceradas y abruptas de las montañas; de estos mansos alcores y terreros, desde donde se divisa un caminito que va en zigzag hasta un riachuelo. Las auras marinas no llegan hasta estos poblados pardos, de casuchas deleznables, que tienen un bosquecillo de chopos. Desde la ventanita de este sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vagorosa: se columbra allá en una colina una ermita con los cipreses rígidos, negros, a los lados, que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda, que se abre a la salida de la vieja ciudad, no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje: llega en el silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía, el cacareo metálico, largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar: ven la llanada de las mieses; miran, sin verla, la largura monótona de los surcos en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas, sarmentosas, no encienden, cuando llega el crepúsculo, una luz ante la imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas: van por las callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino que las nubes no despidan granizos asoladores. No puede ver el mar la vieja Castilla: Castilla, con sus vetustas ciudades, sus catedrales, sus conventos, sus callejuelas llenas de mercaderes, sus jardines encerrados en los palacios, sus torres con chapiteles de pizarra, sus caminos amarillentos y sinuosos, sus fonditas destartaladas, sus hidalgos que no hacen nada, sus muchachas que van a pasear a las estaciones, sus clérigos con los balandranes verdosos, sus abogados —muchos abogados, infinitos abogados— que todo lo sutilizan, enredan y confunden.
Azorín, Castilla (1912)
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