Texto 1
La madre de Manuel, como siempre, estaba pensando en el cielo y el infierno; no se preocupaba gran cosa de las pequeñeces de la tierra y no sabía apartar al chico de espectáculos tan edificantes. El procedimiento educativo de la Petra no consistía más que en dar algún golpe a Manuel y hacerle leer libros de oraciones.
La Petra creía ver resurgir en el muchacho alguno de los rasgos del carácter del maquinista, y esto le preocupaba. Quería que Manuel fuese como ella, humilde con los superiores, respetuoso con los sacerdotes...; pero, ¡buen sitio era aquel para aprender a respetar nada!
Una mañana, luego de celebrada la solemne ceremonia, en la cual todas las mujeres de la casal salían al pasillo blandiendo el servicio de la noche, se oyó en el cuarto de doña Violante un estrépito de gritos, lloros, patadas y vociferaciones.
La patrona, la vizcaína y algunos huéspedes salieron al pasillo a fisgar. De dentro debieron comprender el espionaje, porque cerraron la puerta y siguió la riña en voz baja.
[...]- ¿Y qué? ¿Y qué? -contestaba la Irene-. ¿Que estoy preñada? Ya lo sé. ¿Y qué?
Doña Violante abrió la puerta del pasillo con furia; Manuel y la chica de la patrona huyeron, y la vieja salió con una camisa de bayeta remendada y sucia y un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza y se puso a pasear, arrastrando las chanclas, de un lado al otro del corredor.
- ¡Cochina! ¡Más que cochina! -murmuraba-. ¡Habráse visto la guarra!
[...] Luego, pasados unos días, se habló de una consulta misteriosa, celebrada por las niñas de doña Violante con la mujer de un barbero de la calle de Jardines, especie de proveedora de angelitos para el limbo; se dijo que Irene, al volver de la conferencia tenebrosa, vino en un coche, muy pálida, que la tuvieron que meter en la cama. Lo cierto fue que la muchacha pasó sin salir del cuarto más de una semana; que, al parecer, su aspecto era de convaleciente, y que el ceño de la madre y de la abuela se desarrugó por completo.
- Tiene cara de infanticida -dijo el cura al verla de nuevo-, pero está más guapa. (Capítulo 3 de la primera parte)
Texto 2
El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro, vida africana, de aduar, en los suburbios. Hace unos años, no muchos, cerca de la ronda de Segovia y del Campillo de Gil Imón, existía una casa de sospechoso aspecto y de no muy buena fama, a juzgar por el rumor público. El observador...
En este y otros párrafos de la misma calaña tenía yo alguna esperanza, porque daban a mi novela cierto aspecto fantasmagórico y misterioso; pero mis amigos me han convencido de que suprima tales párrafos, porque dicen que en una novela parisiense estarán bien, pero en una madrileña, no; y añaden, además, que aquí nadie extravía, ni aun queriendo; ni hay observadores, ni casa de sospechoso aspecto, ni nada. Yo, resignado, he suprimido esos párrafos, por los cuales esperaba llegar algún día a la Academia Española, y sigo con mi cuento en un lenguaje más chabacano. (Capítulo 1 de la segunda parte)
Texto 3
- ¿Sabes que te voy a dar dos trompás?
- ¡Mentira!
El Pastiri se retiró un poco, con la torpeza de un borracho, y comenzó a buscar la navaja en el bolsillo interior de su chaqueta, entre las risas burlonas de todos. Entonces, de pronto, con una decisión repentina, Leandro se levantó con la cara inyectada de sangre, agarró al Valencia por las solapas de la chaqueta y lo zarandeó y le golpeó contra la pared rudamente.
Todos los jugadores se interpusieron: cayó la mesa y se armó un estrépito infernal de gritos y vociferaciones. Manuel se despertó despavorido. Se encontró en medio de una trapatiesta horrorosa; la mayoría de los jugadores, con el hermano de la tabernera a la cabeza, querían echar fuera a Leandro; pero este, apoyado en el mostrador, recibía a patadas a todo el que se le acercaba.
- Dejadnos solos -gritaba el Valencia con los labios llenos de saliva y tratando de desasirse de los que le sujetaban.
- Sí, dejadlos solos -dijo uno de los jugadores.
- Al que me agarre lo mato -exclamó el Valencia, y apareció armado con un cuchillo largo, de cachas negras.
[...] Leandro sacó del bolsillo interior de la americana una navaja larga y estrecha; todo el mundo se acercó a las paredes para dejar sitio a los contendientes. (Capítulo 8 de la segunda parte)
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