Cerca de treinta voluntarios dormíamos en un colegio en Olveira, a pocos kilómetros de la playa. La vista era fantástica: cada mañana al ir a desayunar podíamos ver todo el parque, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista con la majestuosa duna presidiendo siempre el paisaje. En palabras de nuestro jefe de voluntarios, estábamos en un marco incomparable; ciertamente, lo era.
Y allí, a la vista de la playa, nos juntábamos jóvenes venidos de Valencia, Bilbao, Galicia, Madrid, Sevilla, Barcelona, Murcia y Granada; incluso había un polaco de casi dos metros que parecía sentirse como en la sede de Naciones Unidas, por la cantidad de acentos tan distintos que escuchaba cada día. Mikhail, que así se llamaba el buen muchacho, iba todo el día pegado a mí, hasta que un día le pregunté de la forma más respetuosa posible que por qué no trataba de hacer amistad también con los demás:
- Es que tú eres único que habla como libro de texto de español -me dijo, como si me confesara algo imperdonable-. A los demás no entiendo.
Aquello me marcó casi tanto como una de aquellas voluntarias, de Sevilla, a la que notaba siempre muy tímida en mi presencia. Dado que era imposible que se debiera a mi atractivo físico, un día le pregunté el motivo de aquel comportamiento, y me dijo:
- E que como ere de Madrí, yo no sé a siensia sierta qué desirte sin que te ría de mí, porque ya me ha pasao ante y me da un poco de vergüensa, que los madrileños soi tó iguale y o creéi mehore por hablá má fino.
Las chicas de Valencia, que estaban allí presentes, convinieron en que aquello era una verdad como un templo:
- La Esther tiene razón, ¿eh? Que la gente de Madrit os creéis que lo habéis inventado todo y no es verdat.
Menos mal que con el paso de los días pude convencer a aquellas buenas gentes que mi intención allí, como único representante del poder capitalino, no era dogmatizar con mi forma de hablar ni sentar cátedra. En lugar de eso, les propuse que me enseñaran palabras de cada uno de sus idiomas y variedades para que yo pudiera aprender y enriquecerme (metafóricamente hablando, se entiende).
Y resulta que con cada una de aquellas palabras y expresiones no solo ganaba en cuanto a mi conocimiento de idiomas, sino que también me impregnaba de tradiciones, anécdotas y de la historia de cada una de esas regiones.
Así, aprendí que el Tió de Nadal era un Santa Claus bastante particular, un tronco de madera al que se le pegaba para obtener a cambio los regalos, y que originalmente se remontaba a las épocas donde reunirse en torno al fuego y a la leña quemada era en esa época símbolo de familia, unidad y seguridad. Del mismo modo, a partir de entonces hacíamos un mocho o fondo común antes de ir a tomar algo a un bar, y si alguien se engollipaba había que darle un par de palmadas en la espalda para que no se atragantara; aprendí que yo era un panfigol por mi espíritu tranquilo y porque apenas soltaba txirenes, aunque era mejor eso que ser un cap de suro, sin duda; que después de desbrozar las pasarelas del parque a la solanera durante buena parte de la mañana estábamos tan esmallaos que nos daríamos una panzá a cualquier plato que nos pusieran por delante, como así era.
La última noche, tras ver la puesta de sol en Finisterre, fuimos a una zona de baile y allí, viendo al bueno de Mikhail bailando sevillanas como un loco mientras cantaba con toda su arma y los demás le aplaudían a rabiar, pensé que iban a tener razón en que esto de la variedad no estaba tan mal, después de todo.
Ildefonso García, "En la variedad está el gusto", 2005.
Cuestiones
1.- Haga un comentario de texto del fragmento que se propone contestando a las preguntas siguientes: a) enuncie el tema del texto; detalle sus características lingüísticas y estilísticas más sobresalientes ; c) indique qué tipo de texto es
2.- Redacte un resumen del contenido del texto.
3.- Elabore un texto argumentativo a favor o en contra de
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